Hace unos 4500 millones de años, cuando el sistema solar apenas era un torbellino de caos y polvo, un cataclismo cósmico cambió el destino de nuestro planeta para siempre. Un cuerpo del tamaño de Marte, bautizado como Theia, se estrelló contra la joven Tierra en un choque de proporciones inimaginables.
De aquella colisión nació la Luna, sí, pero lo que realmente ha empezado a fascinar a los científicos no es el satélite que nos acompaña cada noche, sino el legado invisible que ese impacto dejó en nuestro mundo: los ingredientes necesarios para que, algún día, surgiera la vida.
El día que Theia cambió la historia: el brutal impacto que sembró las semillas de la vida en la Tierra
La teoría del impacto gigante —ampliamente respaldada por la comunidad científica— no solo explica cómo se formó la Luna a partir de los escombros expulsados por el golpe, sino que también apunta a que Theia pudo haber traído consigo elementos esenciales como carbono, nitrógeno y azufre. En otras palabras: sin ese accidente brutal, es posible que la Tierra jamás hubiera sido habitable.
Investigaciones recientes, como las desarrolladas por el Observatorio Astronómico de Lisboa y la Universidad de Bordeaux -que tenéis disponible aquí-, han reconstruido el pasado de Theia a través de simulaciones y análisis de meteoritos. Sus modelos sugieren que aquel protoplaneta era rico en compuestos volátiles: ingredientes fundamentales para la química prebiótica. Tras el impacto, estos materiales se dispersaron por el manto terrestre, creando un entorno fértil para la formación de moléculas orgánicas complejas.
Pero el legado de Theia no fue solo químico. También transformó la Tierra física y dinámicamente. La Luna que emergió de los restos estabilizó el eje de rotación del planeta, domesticó las mareas y suavizó los ciclos climáticos. Sin ella, los cambios de temperatura habrían sido tan extremos que el surgimiento de ecosistemas complejos habría sido, como poco, improbable.
Algunos modelos incluso apuntan a que el choque liberó vapor de agua atrapado en el interior terrestre, contribuyendo a la formación de océanos primitivos. Así, el impacto no solo aportó los materiales, sino también el entorno propicio para que surgiera un caldo de cultivo biológico. En definitiva, el brutal encuentro con Theia no fue solo un episodio violento, sino la chispa fundacional de la vida en la Tierra. Un recordatorio de que, en el universo, incluso el caos puede dar lugar a maravillas.















