Limitar la inmigración en Suiza no es una idea nueva ni una excentricidad pasajera. Es la reaparición de un temor histórico que ya se manifestó en los años setenta con James Schwarzenbach y su concepto de Überfremdung, el miedo a lo extranjero. Por eso, aunque la última propuesta resulte alarmante, no sorprende del todo.
Suiza plantea lo impensable: limitar la población y recortar inmigración al llegar a 9,5 millones
Aquella década quedó marcada por un pánico identitario alimentado por el crecimiento económico y la llegada masiva de trabajadores extranjeros. Surgió la convicción de que el Estado debía proteger la composición demográfica y moral del país. Esa obsesión nunca desapareció del todo y reaparece con fuerza cada vez que la población se acerca a un límite percibido.
La nueva propuesta va más allá de cuotas o visados: plantea un techo poblacional cercano a los 10 millones, con un primer umbral de alerta en los 9,5 millones. En la práctica, esto convertiría la inmigración en una variable a recortar de forma automática, sin distinguir entre refugiados, profesionales cualificados o ejecutivos, priorizando el número total de residentes por encima de cualquier necesidad económica o humanitaria.
La paradoja suiza es evidente: uno de los países más prósperos del mundo, con empresas globales y salarios superiores a sus vecinos, se ha convertido en un imán para la inmigración. El crecimiento demográfico de la última década ha alimentado la percepción de que la calidad de vida se deteriora: alquileres disparados, infraestructuras saturadas y transporte público congestionado, mientras esos mismos inmigrantes sostienen sectores clave de la economía.
El Partido Popular Suizo propone un plan progresivo, que funciona como un interruptor de emergencia. Si se supera el umbral de 9,5 millones, las restricciones afectarían primero a solicitantes de asilo y procesos de reunificación familiar. Al llegar a los 10 millones, Suiza amenaza con retirarse de tratados internacionales considerados “impulsores de población” y abandonar la libre circulación con la UE, afectando a millones de europeos y al acceso al mercado único.
Empresarios y lobbies advierten de los riesgos: escasez de trabajadores, envejecimiento acelerado y pérdida de competitividad. Los defensores prometen beneficios como alquileres más bajos, pero la falta de estudios y la dependencia del comercio con la UE sugieren que el remedio podría ser más dañino que la enfermedad.
Suiza canaliza estas tensiones mediante referéndums, convirtiendo inquietudes latentes en políticas concretas. Ideas extremas que en otros lugares se quedarían en el debate mediático aquí llegan a votarse, mostrando hasta qué punto una sociedad está dispuesta a sacrificar crecimiento y apertura por identidad y estabilidad percibida. El debate suizo anticipa discusiones que emergen en otros países, donde la inmigración sigue siendo un tema central. La posibilidad de una “purga” demográfica no es solo un asunto nacional: es un aviso sobre hacia dónde podrían dirigirse ciertas democracias europeas si no logran equilibrar prosperidad, cohesión social y legitimidad política.















