Durante años hemos mirado al Gran Cañón como un paisaje vacío: roca, desierto y un río empeñado en abrirse paso. Pero en uno de sus rincones más remotos vive, desde hace siglos, un pueblo que ha convertido ese escenario extremo en hogar: los Havasupai, literalmente, “el pueblo de las aguas azul verdosas”.
Su historia no empieza con el western ni con los turistas del siglo XX, sino mucho antes. Los registros arqueológicos y etnohistóricos sitúan a los Havasupai en la zona al menos desde el siglo XIII, moviéndose estacionalmente entre el fondo del cañón y la meseta alta. En verano aprovechaban los suelos fértiles del valle de Havasu Creek para cultivar maíz, calabazas o judías gracias a un sistema de acequias tradicionales; en invierno subían a las llanuras altas para cazar y recolectar piñones y otros recursos. Ese ir y venir les permitió sobrevivir en un entorno que, visto desde fuera, parece directamente hostil.
Setecientos años en el corazón del cañón
El nombre de la tribu no es casual. El agua que cae por Havasu Falls y otras cascadas cercanas adopta un color turquesa intenso que parece irreal en pleno desierto. La explicación es química: el arroyo arrastra grandes cantidades de carbonato cálcico y magnesio disueltos en la roca caliza; estos minerales recubren el lecho y dispersan la luz de forma que el agua adquiere ese tono lechoso azul verdoso que ha hecho famosas las fotos del lugar.
La irrupción del Estado federal casi acaba con ese modo de vida. A finales del siglo XIX, en pleno auge minero y ferroviario, el Gobierno de EE. UU. redujo el territorio havasupai a apenas unas 518 acres (poco más de 200 hectáreas) en el fondo del cañón. Pasaron de controlar más de un millón de hectáreas a quedar prácticamente confinados en una franja de valle fértil, sin acceso libre a las mesetas donde completaban su subsistencia. No fue hasta 1975, tras décadas de litigios, cuando el Congreso devolvió a la tribu unas 185.000 acres de su territorio tradicional en la meseta y el cañón, un giro clave para su supervivencia política y cultural.
Turismo, acceso limitado y resistencia
Para entonces, los Havasupai ya habían encontrado otra forma de sostenerse: el turismo. Supai, su aldea principal, es hoy una de las comunidades más remotas de EE. UU.: no llega ninguna carretera; solo se accede a pie, a caballo o en helicóptero. Las plazas para acampar junto a las cataratas son muy limitadas, se reservan con meses de antelación y cuestan varios cientos de dólares por persona por varios días, lo que convierte la visita en un lujo controlado directamente por el propio consejo tribal.
Esa combinación de aislamiento, control del acceso y gestión propia de los recursos ha permitido a los Havasupai seguir viviendo en el fondo del Gran Cañón sin convertirse en mera postal. Sus cascadas turquesa financian escuelas, servicios y proyectos comunitarios, pero también recuerdan algo incómodo: mientras el mundo fotografía el paisaje, aquí hay un pueblo que lleva más de 700 años negociando cómo seguir existiendo en él. Cuando hablamos del Gran Cañón, nos faltaba justo eso: las personas que lo habitan.















