En 1983, dos apellidos que ya eran sinónimo de terror se cruzaron en un mismo título: Stephen King y John Carpenter. La novela de King —publicada aquel mismo año— y la adaptación de Carpenter no nacieron de un largo noviazgo industrial, sino de un impulso de estudio por aprovechar el momento King y la buena racha del director tras Halloween, La Niebla y La Cosa.
El resultado, Christine, parecía "natural" para triunfar, según el propio King… pero en su primer pase el público no "entró": "era como un motor muerto que tosía de vez en cuando", recordaría después el escritor. Esa percepción inicial alimentó la leyenda de "fracaso injusto" que el tiempo se ha encargado de matizar.
A nivel industrial, no fue un desastre: con un presupuesto en torno a los 10 millones de dólares, Christine terminó su carrera con algo más de 21 millones en EEUU (y unos 29.000 dólares reportados internacionalmente en archivos incompletos), cifras modestas para una major, pero lejos del naufragio y suficientes para que la película sobreviviera en vídeo y TV por cable, donde sembró su culto. La crítica tampoco la demolió: su media histórica se mueve hoy en el notable bajo en agregadores. El boca-oreja de los ochenta y la posterior reevaluación crítica hicieron el resto, hasta colocarla en ese estante tan específico del género donde la atmósfera pesa tanto como la taquilla.
De fiasco percibido a título de culto
La mirada de Carpenter oscurece el material de partida: donde King jugaba al fetichismo tóxico del auto de los 50, el director rueda una fábula de posesión con nervio visual y sintes ominosos. La puesta en escena —garajes sudados, neón sucio, el rojo imposible del Plymouth Fury— y la partitura electrónica del propio Carpenter hacen que el coche "respire" como villano sin rostro. En entrevistas retrospectivas, el cineasta ha explicado hasta qué punto su música funciona como órgano vital del suspense: líneas mínimas, motivos repetitivos y ritmo cardiaco. En Christine, ese pulso convierte un chasis en un depredador.
El otro gran acierto está delante de la cámara: Keith Gordon como Arnie Cunningham. Su arco —del tímido inadaptado al poseído que descubre poder a cambio de perderse a sí mismo— se sostiene en una dirección de actores que Carpenter a veces pasa por alto en su propia leyenda. El reparto de carácter (Harry Dean Stanton, Robert Prosky, Roberts Blossom) compacta un universo de adultos cansados que orbitan al adolescente roto; justo lo que pedía una historia donde el monstruo no es un ente cósmico, sino la obsesión. Esa suma —actoral, tonal y musical— explica que, vista hoy, Christine funcione como cápsula estética de los 80 y, a la vez, como alegoría siempre vigente sobre la posesividad.
King frente al espejo del tiempo
Paradójicamente, King nunca ha sido indulgente con la película. En textos y entrevistas ha calificado Christine de "aburrida", prefiriendo —en su célebre fórmula— "una mala película antes que una aburrida". Es un veredicto duro que contrasta con la recepción actual, y que dice tanto del estándar de autoexigencia del escritor como del viaje que hacen algunas obras desde el malentendido inicial hasta el culto sostenido: lo que no encajó en 1983 se volvió referencia para generaciones posteriores que descubrieron la cinta fuera del ruido de su estreno.
¿Y el futuro? En 2021 se anunció un remake para Blumhouse con Bryan Fuller escribiendo y dirigiendo; Carpenter le deseó "buena suerte" y el proyecto sonó potente… pero su estado en 2025 es incierto, con señales de que podría estar estancado o replanteándose —algo habitual en desarrollos largos—, mientras Fuller encadena otros planes. Sea cual sea su destino, la Christine de Carpenter ya no necesita vindicación: su identidad sonora, su fetichismo visual y su lectura amarga sobre la masculinidad herida la fijan en ese panteón de clásicos de culto donde los coches rugen, las luces tiemblan y el terror tiene olor a gasolina caliente.