El asesinato de Julio César dejó una lección grabada a fuego en la política romana: el poder sin información es un deporte de alto riesgo. Sus sucesores lo entendieron rápido. Octavio Augusto, primer emperador, no solo se rodeó de la guardia pretoriana como escudo físico; también impulsó una red de hombres discretos, móviles y bien conectados que acabarían convirtiéndose en algo muy parecido a un servicio secreto. Y en esa historia de espías de hace dos mil años aparece un nombre ligado a Hispania: Lucius Valerius Reburrinus, un joven de Tarraco (la actual Tarragona) que, según los arqueólogos, podría considerarse el "James Bond" del Imperio Romano.
El camino hasta esa especie de "proto-MI6" fue curioso. Los frumentarios nacieron como funcionarios logísticos, no como agentes encubiertos. Su tarea original era encontrar y gestionar grano para alimentar a las legiones: viajaban entre ciudades, trataban con gobernadores, comerciantes y campesinos, y conocían como pocos las rutas, los precios y los ánimos de cada región. Justo por eso los emperadores empezaron a ver en ellos un potencial extra: si ya estaban en todas partes y hablaban con todo el mundo, podían servir también como ojos y oídos del poder central.
De recaderos del grano a espías del Imperio
Con el tiempo, esa función secundaria se convirtió en su razón de ser. A comienzos del siglo III, los frumentarios ya formaban una red organizada con base propia en Roma y ramificaciones por todo el Imperio. No solo vigilaban que no se dispararan las tensiones políticas en las provincias: también investigaban conspiraciones, seguían de cerca a gobernadores díscolos y recopilaban información sensible que solo circularía en los círculos más altos. Tarraco jugaba un papel clave en ese entramado: era uno de los grandes centros administrativos de Hispania y un nudo estratégico en el Mediterráneo occidental, el lugar perfecto para situar a un agente de confianza.
Ahí entra en escena Lucius Valerius Reburrinus. Lo conocemos por una inscripción funeraria hallada en Tarragona, hoy conservada en el museo arqueológico, que lo presenta como miembro de la Legio VII Gemina Pia Felix y, sobre todo, como frumentario destinado en Tarraco. Murió con apenas 24 años y, aun así, tuvo recursos suficientes como para costearse un epitafio destacable, lo que sugiere que su puesto le daba acceso a influencias y dinero nada comunes para alguien tan joven. Todo apunta a que era hispano de origen, lo que lo convertía en un activo aún más útil: dominaba la lengua, el entorno y las redes locales de clientela.
Policía política, miedo y abusos
Pero aquellos agentes no eran solo recolectores de rumores. Actuaban también como una especie de policía política con poderes amplísimos. Entre sus tareas estaban perseguir la corrupción, investigar evasiones fiscales, detectar movimientos considerados sediciosos e incluso intervenir en causas religiosas, como las primeras acusaciones contra cristianos. Tenían capacidad para detener, interrogar y, en la práctica, "apretar las tuercas" a cualquiera que consideraran una amenaza para la estabilidad del Imperio. Esa licencia para actuar con margen propio los convirtió en temidos… y también en muy peligrosos.
Esa misma falta de control fue su perdición. Las fuentes antiguas y las lecturas modernas coinciden en que muchos frumentarios acabaron abusando de su posición: extorsiones a élites locales, amenazas veladas a cambio de favores, castigos ejemplares sin demasiada supervisión. Si un joven como Reburrinus pudo costearse una tumba destacada, es fácil imaginar hasta qué punto el cargo abría la puerta a "complementos salariales" poco limpios. Hacia finales del siglo III, el emperador Diocleciano decidió que aquel cuerpo se había convertido en un problema más que en una solución y lo disolvió, poniendo fin al experimento.