El maestro del horror histórico Robert Eggers, ha vuelto a las raíces de lo gótico con Nosferatu, una obra que tanto homenajea como desafía al legado de F.W. Murnau. Desde el primer fotograma, esta nueva versión de la clásica historia de vampiros respira un aire antiguo, como si fuera un artefacto desenterrado de tiempos oscuros, cargado de una atmósfera que huele a madera húmeda y podrida y a velas derretidas. Sin embargo, bajo su envoltorio anacrónico, se esconde una reinterpretación radical que devuelve el miedo, el deseo y la tragedia a los mitos vampíricos.
Un vampiro omnipresente alejado de las representaciones pop como el Drácula de Coppola
Bill Skarsgård, en el papel del conde Orlok, logra lo impensable: ser el ancla de una película que reconfigura al vampiro no como un elegante seductor, sino como un cadáver andante, putrefacto, y peligrosamente humano. Su interpretación, apoyada por prostéticos grotescos y una voz grave que resuena como un eco salido del abismo, no solo nos provoca repulsión, sino que también suscita una incómoda fascinación. Skarsgård se convierte en la sombra viva que habita cada rincón de la película, incluso cuando está ausente de la pantalla. Eggers logra hacerle omnipresente.
En el centro de esta narrativa de terror, encontramos a Lily-Rose Depp como Ellen, una mujer que no solo es víctima de los deseos oscuros del conde, sino también de sus propios impulsos reprimidos. En esta versión, ella no es una simple espectadora de su destino; es el eje de la lucha entre lo humano y lo monstruoso, el deseo y la repulsión, la sumisión y el control. Depp, en una actuación visceral, desgarradora y cruda, entrega una Ellen cuyos sueños y pesadillas se entrelazan en un torbellino de erotismo y horror que desafía las convenciones del género.
Cada fotograma es un bodegón de naturaleza muerta
Eggers, como es su costumbre, convierte cada detalle en un cuadro digno de un museo. La iluminación, con sus contrastes entre el negro absoluto y los matices de un gris casi espectral, evoca tanto al expresionismo alemán como a las pinturas románticas. Jarin Blaschke, el director de fotografía, crea una Wisborg que es a la vez tangible y etérea, un lugar donde cada sombra parece estar viva, susurrando secretos de otro mundo.
La narrativa, sin embargo, no está libre de crítica. Aunque Eggers reimagina el papel de Ellen con profundidad psicológica, los personajes secundarios, como Anna (Emma Corrin) y Friedrich (Aaron Taylor-Johnson), siguen atrapados en clichés narrativos, aunque tampoco tienen suficiente tiempo en pantalla como para lucirse más. Willem Dafoe, como el excéntrico profesor Von Franz, aporta un tono algo más ligero y menos histriónico del que nos tienen acostumbrados tanto director como actor. Alejándose de los registros de El Faro o El hombre del norte.
Una banda sonora acorde a los momentos psicosexuales y de horror opresivo
La banda sonora, compuesta por Robin Carolan, es una sinfonía de lamentos y tensiones. Cada nota parece salir directamente de las entrañas de la tierra, amplificando el pavor y la opresión en cada escena. En combinación con un diseño sonoro que utiliza hasta la respiración de Ellen para evocar el poder omnipresente de Orlok, la música se convierte en un personaje más, omnipresente y despiadado.
Eggers se esfuerza por equilibrar lo gótico con lo humano, y aunque logra momentos de horror puro, a veces el ritmo de la película se ve afectado por su solemnidad excesiva, si no se está acostumbrado a su forma de contar recreándose en los ambientes. Con una duración de más de dos horas, Nosferatu corre el riesgo de sentirse como un viaje lento hacia un desenlace inevitable. Sin embargo, esta deliberada cadencia también refleja el propio poder destructivo de Orlok: una corrupción que se filtra lentamente hasta consumirlo todo.
El cuerpo femenino como misterio y objeto
El tema del control sobre el cuerpo femenino, que subyace en la trama, conecta y se expone profundamente en el personaje de Ellen. Su lucha no es solo contra el vampiro, sino contra una sociedad que la define a través de su histeria y su "melancolía". En este sentido, Eggers presenta un comentario social que, aunque sutil, añade capas a la narrativa tradicional e histórica de la época.
La película también se siente como un artefacto histórico; no solo por su estética, sino por su manera de abordar las ansiedades culturales de la época. La peste que sigue a Orlok es un recordatorio de las fragilidades humanas frente a fuerzas incontrolables, un eco de pandemias pasadas y presentes que vuelve el horror de Eggers extrañamente contemporáneo.
En su conclusión, Nosferatu se revela como algo más que una película de vampiros. Es una exploración de los límites de la humanidad frente al deseo y la muerte, un espejo oscuro que refleja tanto nuestra fascinación por lo prohibido como nuestro temor a lo desconocido. Eggers, al igual que su monstruo, cruza océanos de tiempo para entregarnos una obra que no solo respeta su fuente, sino que la transforma en algo vivo, terrible y profundamente hermoso.