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Guillermo del Toro se inspiró en Japón para reinventar al monstruo: Frankenstein se mueve como un superviviente nuclear

Por eso la criatura conmueve cuando camina; cada paso parece pedir perdón por existir y, a la vez, reclamar el derecho a hacerlo.

Guillermo del Toro ha diseñado su Frankenstein como una película de texturas físicas y memoria corporal, y Jacob Elordi –la Criatura– la interpreta como si el cuerpo recordara antes que la mente. El actor contó en una entrevista que se apoyó en el butō, la danza de vanguardia japonesa, para encontrar esa torpeza primigenia: un adulto que camina "por primera vez", con impulsos espasmódicos y una inocencia que desarma.

La referencia no es caprichosa: el butō codifica movimientos lentos, controlados, deformados, más imagéticos que narrativos, que convierten el desplazamiento en una especie de trance; justo el tipo de gramática cinética que traduce un cuerpo ensamblado a retazos en conflicto con su propio peso.

En lo concreto, Elordi citó explícitamente el butō al hablar de cómo "reiniciarse" para el papel, y lo combinó –dijo– con la observación íntima de su golden retriever: esa mezcla de fragilidad y curiosidad absoluta que hace que cada gesto parezca reciente. Esa doble matriz –vanguardia japonesa y ternura doméstica– busca un equilibrio delicado: que la Criatura no sea un zombi torpe ni un atleta de stunt, sino un cuerpo recién alfabetizado que aprende a leer el mundo con los músculos. La apuesta encaja con la intención de del Toro de devolver al monstruo la dignidad trágica de Mary Shelley y alejarlo de la caricatura pop.

El butō como lenguaje corporal roto

Para entender por qué el butō funciona aquí, conviene recordar su origen. La literatura académica lo sitúa en el Tokio de finales de los años cincuenta, en trabajos liderados por Tatsumi Hijikata y con la colaboración decisiva de Kazuo Ōno. Más que un estilo cerrado, fue un laboratorio contra la forma clásica: cabezas rapadas, maquillaje pálido, torsiones antinaturales y un tempo ralentizado que convierte lo cotidiano en inquietante. Ese sustrato postbélico –la experiencia japonesa tras la guerra y el trauma colectivo– hizo del butō un idioma para lo inefable; una herramienta ideal para encarnar una criatura cuya mera existencia es un experimento contra la norma.

Conviene matizar, no obstante, una simplificación recurrente: a menudo se dice que el butō "nace de imitar" los movimientos de los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki. Lo preciso es hablar de un arte atravesado por la sensación de devastación y por la crítica a los lenguajes hegemónicos de la danza occidental; una respuesta estética a la posguerra que Hijikata llegó a "anotar" en palabras (butoh-fu) para transmitir imágenes internas más que pasos. En ese sentido, Frankenstein usa el butō menos como cita folclórica y más como método: un procedimiento para dejar que el cuerpo cuente una biografía rota.

La criatura como cuerpo que pide permiso

En pantalla, ese enfoque se traduce en micro-gestos: apoyos que vacilan, manos que dudan del objeto que tocan, una mirada que llega tarde al movimiento, como si la señal nerviosa estuviera aprendiendo el camino. Del Toro, que practica un naturalismo fantástico muy suyo, entiende que el terror no está en la violencia sino en la inadecuación: un cuerpo desajustado en un mundo que pretende alinearlo. Es un clavo visual que ata la película a su tradición literaria y la empuja hacia una ética del monstruo: no el Otro amenazante, sino el espejo que la sociedad rechaza.

El resultado, si se sostiene a lo largo del metraje, puede reconciliar dos genealogías: la del horror gótico y la de la danza que hizo del temblor una poética política. Que Elordi haya buscado en el butō –y en un perro que ama sin cálculo– su brújula interpretativa habla de una lectura compasiva del mito: la Criatura no nace malvada, nace desorientada. Y esa desorientación, articulada con un lenguaje de carne lenta, puede ser más perturbadora –y más humana– que cualquier estallido de furia.