Luc Besson vuelve al mito de Drácula con una jugada muy clara: quitarle colmillos al terror para convertirlo en un melodrama gótico desatado. Dracula: A Love Tale es, ante todo, una historia de amor barroca disfrazada de película de vampiros, mucho más interesada en el arrebato romántico que en el susto o el horror físico. Si entras en esa clave, la propuesta tiene algo hipnótico; si no, es fácil sentirse fuera, contemplando el decorado desde la barrera.
La premisa es conocida, pero el enfoque no tanto. Besson parte del esquema clásico de Bram Stoker —el príncipe Vlad que reniega de Dios tras perder a su esposa y queda condenado a vagar por los siglos— para construir un relato sobre la espera imposible: un hombre que atraviesa guerras, religiones y épocas persiguiendo la reencarnación de su amor perdido. La película machaca esa idea hasta la obstinación, y ahí están tanto su fuerza como su límite: lo apuesta todo a la opereta romántica, sin demasiado interés por matizarla.
El gran carisma de Caleb Landry Jones es fundamental
El gran ancla del conjunto es Caleb Landry Jones, que compone un Drácula casi espectral, más triste que amenazante. Su interpretación, llena de tics físicos y miradas febriles, se mueve entre el monstruo clásico y el dandi maldito de novela decimonónica. Es un Drácula que no seduce por poder, sino por pura desolación, y cuando la película funciona suele ser porque la cámara se queda pegada a su rostro. No extraña que buena parte de la crítica haya subrayado que el film se sostiene más sobre él que sobre el propio guion.
A su lado, Zoë Bleu carga con el papel ingrato y agradecido a la vez: objeto de deseo, promesa de redención y fantasma del pasado, todo en uno. Besson la filma con una devoción casi de viejo Hollywood, entre filtros suaves, encuadres frontales y vestidos imposibles. Hay ecos directos del Drácula de Coppola —la reencarnación, el romance que atraviesa siglos—, pero aquí la película se deja caer sin pudor hacia el culebrón: menos ambigüedad moral, más subrayado emocional y una visión del amor mucho más unilateral.
Una carta de amor al gótico, al exceso y a lo barroco
Visualmente, eso sí, la película es un festín. El director se mueve entre interiores parisinos, palacios, iglesias y paisajes nevados de Finlandia componiendo un continuo de postales góticas difícil de despreciar en pantalla grande. Hay un punto de exceso calculado —luz filtrada, humo, sangre que parece tinta, ralentís constantes— que puede resultar kitsch, pero que encaja con la vocación de folletín hiperbólico que persigue Besson.
La banda sonora de Danny Elfman abraza la misma línea maximalista: temas románticos muy marcados, coros, crescendos a mansalva. No es un trabajo sutil, pero sí eficaz para acompañar una película que vive de los subrayados más que de las elipsis. Cuando imagen y música se alinean, Dracula: A Love Tale roza lo operístico, por momentos más cercana a un gran videoclip gótico que a un drama de época tradicional.
Una narrativa archiconocida
El problema llega cuando se rasca por debajo del barniz. La estructura dramática es sorprendentemente convencional, y las escenas que deberían sostener el peso emocional se resuelven a menudo a base de discursos grandilocuentes y miradas al infinito. El film coquetea con ideas interesantes —la culpa, el fanatismo religioso, la frontera entre amor y obsesión—, pero rara vez se detiene a desarrollarlas: todo pasa rápido, envuelto en un exceso de subrayado visual que no deja espacio al matiz.
También hay decisiones de puesta en escena que van a levantar cejas. Besson llena el relato de imágenes muy teatrales y de un simbolismo casi naïf que algunos leerán como honestidad romántica y otros como pura torpeza. Parte de la crítica francesa ha señalado el tratamiento de los personajes femeninos: el abanico va de la santa etérea al monstruo histérico, con poco espacio intermedio, reforzando un dibujo bastante anticuado de lo femenino que chirría en pleno 2025.
¿Funciona como película de terror? Depende de lo que busques. Si esperas una versión oscura y perturbadora del mito, en la línea de las últimas revisiones de Nosferatu o del terror atmosférico más reciente, probablemente te decepcione: el miedo aquí es decorado, no motor. Hay sangre, criaturas y algún estallido de violencia explícita, pero siempre al servicio del melodrama, nunca de una inquietud sostenida.
En cambio, como fantasía romántica gótica, el conjunto tiene un extraño poder hipnótico. La película se disfruta más si se acepta lo que realmente es: un relato de amor maldito rodado con la desmesura de quien sabe que se la juega a todo o nada. No hay pudor, no hay ironía; hay un director apostando por el gesto grande y la emoción a flor de piel incluso cuando el guion se le escurre entre los dedos.
En el contexto de la filmografía de Besson, Dracula: A Love Tale se siente como una mezcla de ajuste de cuentas y escapismo: recupera el gusto por el artificio colorista de El quinto elemento y la querencia por los personajes desdichados de Dogman.