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El cultivo de ostras puede tener la clave contra el cambio climático: 55.000 ejemplares sembrados en el Mar Menor lo confirman

La literatura reciente recuerda que los bivalvos presentan de las menores huellas de GEI en acuicultura.

La "invasión" de 55.000 ostras planas (Ostrea edulis) en el Mar Menor no es una extravagancia sino una apuesta de ciencia aplicada: el IEO-CSIC y ANSE han instalado un arrecife experimental con bloques de arcilla biodegradables para medir, durante 18 meses, si esta especie puede mejorar la calidad del agua y reconstruir hábitats perdidos en la mayor laguna salada de España.

El piloto —RemediOS-2— llega tras décadas de eutrofización y el colapso de las poblaciones locales de ostra, y combina acuicultura restaurativa, seguimiento ecológico y participación ciudadana ("jardineros de ostras") para evaluar su escalabilidad.

El interés no es solo local. Un análisis en Nature sitúa a las granjas de ostra entre los "blue foods" con mejor balance ambiental por unidad de proteína: cada tonelada cosechada elimina de la columna de agua, de media, 3,05 kg de nitrógeno y 0,35 kg de fósforo, y secuestra en tejidos y conchas unos 70,5 kg de carbono, aportando servicios de depuración y un sumidero de C a corto plazo frente a otras proteínas marinas y terrestres. Esta cuantificación, basada en evaluación de ciclo de vida (LCA) y métricas de servicios ecosistémicos, es crucial para comparar políticas alimentarias y climáticas.

Depuración y "blue foods"

Además del carbono "mineral" que queda en la concha, hay una vía orgánica no trivial: un estudio reciente en PNAS estima que la producción orgánica asociada a la ostricultura puede secuestrar ~2,4 veces más carbono del que ya queda fijado en el carbonato, reforzando la idea de que —bien diseñada— la bivalvicultura actúa como remediación de nutrientes y, en ciertos contextos, como eliminación coste-efectiva de CO₂ marino (mCDR). Eso sí, el secuestro neto depende del destino final del material (p. ej., reutilización de conchas) y de procesos diagenéticos locales.

La letra pequeña importa: el "balance climático" de una granja varía con el sitio, la energía usada en bombeo y logística, el manejo y la reutilización de subproductos. La literatura reciente recuerda que los bivalvos presentan de las menores huellas de GEI en acuicultura, pero advierte de heterogeneidad metodológica en LCA y de la necesidad de integrar de forma consistente la remoción de nutrientes y el carbono en conchas para evitar sobre-o subestimar beneficios. Dicho de otro modo: las ostras no son una varita mágica, pero sí una palanca con evidencia medible si se opera con estándares y contabilidad robusta.

Balance climático y LCA

El caso español ilustra el enfoque "soluciones basadas en la naturaleza": en el Mar Menor se prueba una combinación de arrecifes en fondo y sistemas flotantes, con producción de semilla local y monitoreo de supervivencia y filtración. Las cifras históricas (capacidad de filtrar el volumen lagunar en meses cuando la población era masiva) dan una referencia de techo, pero el piloto actual es deliberadamente pequeño y medible para validar crecimiento, control de turbidez y efectos en biodiversidad antes de escalar. La clave: evaluar beneficios biofísicos y costes reales, incluidos mantenimiento y riesgo de eventos extremos.

En paralelo a descarbonizar energía, reducir nutrientes a cuenca y restaurar humedales, cultivar ostras a gran escala no "arregla" el clima por sí solo, pero sí cambia el relato de nuestro sistema alimentario: producir proteína con un "co-producto" de depuración y hábitat. Si el piloto del Mar Menor confirma supervivencia y servicios, tendremos una herramienta replicable —y auditable— para el litoral ibérico. Menos slogan verde y más métricas: nitrógeno y fósforo retirados, carbono estabilizado, turbidez reducida y diversidad recuperada. Eso es lo que convierte a las ostras en una idea sabrosa… y potencialmente transformadora.