‘PTSD’: perder batallas, ganar la guerra

El ilustrador Guillaume Singelin, representante de una generación de autores que trata de insuflar nuevos sabores al cómic europeo, comenzó su carrera como dibujante en proyectos como The Grocery, pero también ha estado involucrado en el diseño de personajes de videojuegos (Citizen sleeper) y de películas de animación (Mutafukaz). PTSD, publicado originariamente en 2019 y editado en España por primera vez de la mano de Grafito Editorial, marcó su debut como guionista de sus propias historias. Este bagaje multidisciplinar, y un cúmulo de influencias que no están restringidas necesariamente al ámbito comiquero, confieren un ecléctico sabor a PTSD, en cuyas secuencias de acción y composiciones de plano podemos encontrar resonancias notablemente cinematográficas, que van del cine de John Woo o Johnnie To a clásicos como Akira.

Estructurada en torno a dos líneas temporales bien definidas, PTSD cuenta la odisea de Jun, una soldado que regresa a casa tras combatir en una guerra impopular, y de la que vuelve con secuelas psíquicas y físicas que le dificultan su reinserción en la sociedad. Como el resto de veteranos de guerra que le acompañaron en primera línea de fuego, se topa con el más absoluto olvido por parte de las autoridades, y sólo consigue aliviar su dolor recurriendo al uso y abuso de calmantes, que son distribuidos por una red de narcotraficantes en la caótica metrópolis sin nombre en la que se desarrolla la mayoría de la acción.

Más allá de guiños cinematográficos y de otros órdenes artísticos, la mayor influencia para Singelien a la hora de dar forma a PTSD fue el tiempo que vivió en Tokio, y la honda impresión que le causó contemplar la irreal combinación de majestuosos rascacielos escrupulosamente alineados con el caos a pie de calle. En PTSD trabaja este sentido del contraste a conciencia, jugando al extrañamiento entre el amable diseño de los personajes –a medio camino entre Masamune Shirow y la animación hiper-expresiva de Bryan Lee O´Malley para la serie de Scott Pilgrim- y la decadencia de las pobladas calles en que estos deambulan, donde se dan la mano traumas del pasado, degradación física y moral y la más absoluta de las soledades. Callejones y soportales plasmados con una atención fabulosa al detalle por parte del autor –quizá una de las mayores fortalezas de la obra-, sobre los que cae una lluvia torrencial que sin embargo no es capaz de lavar pecados o esconder vergüenzas.

Singelin combina la línea fina en el trazado con abigarradas acuarelas de color terroso, que le sirven para potenciar la sensación de claustrofobia y opresión de la obra, su atmósfera llena de presagios funestos y su tono crepuscular, que sirven de expresivo marco para la espiral descendente en la que se embarca el personaje principal. Una elección estética que resulta especialmente impactante en aquellas escenas de acción que rompen la calma tensa del resto del relato y en las que Jun se toma la justicia por su mano y se embarca en una cruzada para eliminar la corrupción en la ciudad por la más expeditiva de las vías.

A pesar de estar construida sobre referentes como Motoko Kusanagi de Ghost in the Shell, el autor ha volcado sus experiencias personales y el zeitgeist de la época en el personaje de Jun, aquejada por un trastorno de estrés postraumático –al que se refieren la siglas en inglés del título, Post-traumatic stress disorder, cuya sintomatología se explica de forma científica en los extras de la obra- que no le permite conciliar el sueño; una némesis invisible que le impide controlar el temblor de sus manos y le hace revivir sus traumas una y otra vez. A pesar del carácter de ficción de la obra, el lector no tendrá dificultades para reconocerse en el estado de ansiedad permanente de Jun y sus dificultades para encajar en una sociedad en permanente mutación. El permanente juego de contrastes y espejos sobre el que se vehicula la obra lleva al autor a buscar un personaje que sirva de contrapunto a la fiereza misantrópica de Jun. Es el caso de Leona, una virgen de los bajos fondos que regenta un restaurante callejero junto a su hijo pequeño Bao, y que se siente irremediablemente atraída por la oscuridad que rodea a Jun, ángel de la muerte y heraldo de la venganza. Leona y Jun son dos fuerzas de la Naturaleza opuestas que no pueden evitar buscarse, repelerse primero y reencontrarse.

Para mostrar los diferentes estadios del proceso mental que experimenta la protagonista –negación, ira, depresión y aceptación-, el comic adopta progresivamente los ropajes de la hazaña bélica, la acción hard-boiled –el uso de acuarelas potencia inteligentemente los momentos de confusión y acción-, el melodrama social e incluso la feel-good movie, tras un comienzo pausado en el que el autor se emplea a fondo a construir contexto y atmósfera. Quizá la epifanía experimentada por Jun hubiera requerido un mayor desarrollo y algo menos de ingenuidad, pero su mensaje no carece de potencia: para poder perdonarse a sí misma y reencontrarse, Jun ha de desprenderse de su naturaleza autodestructiva, autosuficiente y vitriólica, y experimentar un proceso de metamorfosis y expiación en cuyo final descubre el valor del acto del curar, y la importancia de construir comunidad y afectos. Una hábil manera, en suma, de reescribir el camino del héroe para pergeñar una fábula de resonancia universal.