‘El mundo necesita a Delirium’: de parábolas etílicas y superhéroes de barrio

La ficción superheroica española ha pecado en ocasiones de un exceso reverencial por el material de origen, que ha encorsetado de partida algunas propuestas que podrían haber volado mucho más alto. En los últimos años se ha invertido la tendencia con títulos como El vecino u Orígenes secretos, que han sabido inyectar una muy bienvenida identidad local al género. El mundo necesita a Delirium es el último eslabón de esta saludable tendencia. Si Santiago García o David Galán apostaron en sus obras por enfoques cercanos a la comedia costumbrista o el noir, la periodista y editora Rosa Gil aborda el género desde una perspectiva humorística y desmitificadora, que satiriza sus y lugares comunes sin necesidad de jugar la baza del namedropping para ganarse el aplauso fácil –se pueden contar con los dedos de una mano las referencias a material de Marvel o DC, como la Fundación Stark-. Gil despoja al género de su solemnidad y epicidad y lo trasplanta a unas coordenadas geográficas muy determinadas, como anuncia esa flamante portada dibujada por Natacha Bustos: las de ese Madrid de bares de tapas grasientos y locales de copas malasañeros atenazados por la plaga de la gentrificación.

Al confrontar arquetipos universales con un enfoque local –con referencias continuas a bares como el Tupperware, nuevos barrios como Montecarmelo o lugares de encuentro sociocultural como la Casa del Lector-, Gil no solo aprovecha para crear ingeniosas situaciones humorísticas a partir del puro extrañamiento, sino que también plantea una serie de reflexiones en torno a la pertinencia del género superheroico en el siglo XXI: ¿tienen sentido las identidades secretas en la era de las tecnologías de reconocimiento facial y la sobreinformación?¿Qué pasaría si un superhéroe renunciara al bien común por intereses egoístas? ¿Necesita el mundo realmente que le salven? La autora también juega a confrontar la narrativa clásica del camino del héroe –que incluye un momento cero en el que la heroína obtiene sus poderes, una caída en desgracia y una epifanía-, con el cinismo posmoderno de las redes sociales y la cultura del meme. La superheroína de la función, Delirium –ataviada con un conjunto de yoga del Decathlon y una máscara de ninja de la tienda de disfraces-, no provoca precisamente la rendida admiración en la calle, sino la hilaridad en Twitter, donde se celebran con saña sus fracasos y momentos más humillantes.

Relata Julián M. Clemente en Spider-man, la historia jamás contada  cómo Stan Lee y Steve Ditko convirtieron al trepamuros durante sus primeros números en el primer superhéroe neurótico de la historia. Sus extraordinarios poderes arácnidos no solo no le hacían la vida más fácil, sino que se la complicaban hasta el extremo de condenarle a la más absoluta soledad y desamparo. La autora de El mundo necesita a Delirium recoge este testigo y lo lleva hasta sus últimas consecuencias, haciendo que la misma fuente de poder de la héroina sea la causa de su autodestrucción. El alter-ego civil de Delirium, Lola, obtiene sus poderes de la ingesta de alcohol, que se ve obligada a beber en cantidades industriales para asumir una responsabilidad (una de las palabras que más se repite en el libro) que le viene grande, siempre azuzada por el sentido del deber de su amiga y confidente Leticia, que a su vez se siente culpable cada vez que tiene que recoger los pedacitos de Lola tras un enfrentamiento con la némesis de la función, Redpunzel, o una mala decisión vital.

Lola y Leticia, nombres nada casuales que representan el dolor y la alegría, se sienten permanentemente infelices porque a cada una le gustaría estar en el lugar de la otra. A lo largo de la novela se buscan, se repelen, se necesitan y se complementan. Más allá de mallas y superpoderes, este es el verdadero cogollo de una novela que, partiendo de una sentida reflexión sobre la amistad femenina de largo recorrido, aborda temas como las relaciones tóxicas, la dependencia emocional, la importancia de crear una tribu para sobrevivir a la soledad de las grandes ciudades y el lado oscuro de los apegos.

Al igual que Simon Pegg en Bienvenidos al fin del mundo, Rosa Gil aprovecha las infinitas posibilidades de la comedia para abordar un asunto tan espinoso como el alcoholismo. Resultan especialmente ingeniosas la descripción de los inverosímiles poderes que Lola obtiene al devorar bebidas espirituosas  –el coñac le otorga supervelocidad y el sake le permite disparar rayos láser por los ojos, mientras que el Pedro Ximenez tiene efectos desconocidos-, y las situaciones descacharrantes, casi de slapstick, a las que dan lugar, aunque también hay sitio aquí para resacas emocionales: imbuidos del ambiente de camaradería etílica de los protagonistas, bajamos la guardia y se nos hiela la risa al asistir a las dolorosas confesiones de los integrantes de un grupo de alcohólicos anónimos o asomarnos a las vivencias y circunstancias personales que han empujado a las protagonistas del relato a la situación desesperada en la que se encuentran.

En su primera novela para adultos, Gil despliega un eficaz arsenal de recursos cómicos –verbigracia: las hilarantes interpretaciones de los textos bíblicos por parte de Leticia- y narrativos: ese recurso a la cuarta pared de Leticia, narradora la novela, con sorpresa final incluida. Privilegiando la sonrisa cómplice por encima de los golpes de efecto, la autora madrileña empasta texto, contexto y subtexto mediante una prosa ágil y fluida que alterna chascarrillo a pie de calle con sentidas reflexiones no aptas para estómagos sensibles – “El silencio de alguien que debería estar y no está es lo más terrorífico del mundo”. El mundo necesita a Delirium certifica el inagotable poder metafórico del género superheroico y su vigencia para seguir creando historias que reflejen el mundo al otro lado de la ventana. Solo hacen falta buenas historias y creadores inspirados. Es el caso.