‘Bill y Bolita: 1963-1967’: los años dorados de la creación más inolvidable de Jean Roba

“Esta idea no da ni para 50 gags”, bramaba el editor de Le Journal de Spirou, Charles Dupuis, al recibir la propuesta que le pasó Jean Roba: una serie de historietas cortas, trufadas de humor blanco e ingenuo, protagonizadas por un encantador niño y su perrito. Esta descomunal miopía histórica de Dupuis, por suerte para los lectores de cómic, no tardó en ser corregida por el mítico André Franquin, que convirtió a Roba en colaborador de aquellas aventuras de Spirou y Fantasio que le encargó Le Parisien Libéré. Durante los dos años que trabajó con Franquin se fogueó como dibujante y fue puliendo su querido proyecto de Bill y Bolita, que acabaría por convertirse posteriormente en uno de los títulos más famosos de Le Journal de Spirou, y para el que llegó a hacer 1149 páginas.

Esta segunda entrega de Bill y Bolita, editada en la línea Fuera Borda de Dolmen Editorial con suculenta información extra, recoge los años de oro de la más famosa creación de Roba. En las historietas comprendidas entre 1963 y 1967, el artista belga ya había depurado a la perfección su estilo, que privilegiaba la sencillez en la estructura –habitualmente ocho viñetas por página, aunque en ocasiones se apostaba por un formato horizontal para la viñeta final si el gag lo merecía)-, y que priorizaba el componente visual por encima del textual. Los diálogos se vuelven progesivamente más ágiles y cortos, porque Roba nunca escondió su intención de dirigirse al gran público. Las historias recogidas en este volumen son una celebración pura del ejercicio de síntesis, del fogonazo de ingenio, de cortar todo aquello que sobre al servicio del gag. Como solía repetir Roba, “Less is more”.

En una de estas historias de una página –Roba adaptó a la idiosincrasia del comic francobelga el formato de la historieta norteamericana-, Bill se escapa misteriosamente a la misma hora de casa, para desesperación de sus dueños. En la última viñeta se revela que acude a buscar a la perruna estrella del teatro canino de variedades. En otra de las historias, se toma la justicia por su mano con el dueño de una marca de galletas que le resultan incomestibles. En un tercer ejemplo saliva cuando, al otro lado de la tapia en la que se encuentra, escucha el recitado de los ingredientes de un sabroso menú, solo para descubrir posteriormente que la voz sale del viejo transistor que escucha un vagabundo.

Los detractores de Roba siempre le achacaron que ofrecía una representación de la realidad excesivamente dulcificada, que no reflejaba los cambios sociales y económicos que se estaban produciendo la década de los sesenta. Sin embargo, entendida en su contexto, esta obra resulta mucho más amarga  de lo que pudiera parecer. Bill y Bolita es una obra extraordinariamente autobiográfica. Bolita es una representación gráfica de su hijo Philippe, al que se apodaba cariñosamente Boule, mientras que Bill tiene rasgos de los siete cockers que tuvo la familia del dibujante, gran amante de los animales. Roba tampoco tuvo reparo en incorporar rasgos de su propia personalidad al padre de la familia, ni homenajear a su mujer, Loulou, molde a partir del cual crea a la madre de Bolita. Roba siempre ambicionó la felicidad hogareña como un logro vital. Sin embargo, en 1959 su vida idílica en familia –posición acomodada y dicha y afectos compartidos-se fue al traste,  al ser  diagnosticada Loulou de esclerosis múltiple. A partir de entonces, se obsesionó por recrear en las viñetas de Bill y Bolita a un tipo de familia perfecta como válvula de escape a los problemas personales, como si fuera posible encapsular aquellos momentos en los que todo era perfecto y que jamás volverían.

Entendiendo que la viñeta no tiene por qué reflejar la vida real, sino hacerla más llevadera, Roba siempre defendió su uso del humor en Bill y Bolita, sobre el que llevó a realizar alguna que otra broma metatextual. En una de las historias, Bolita le pide a su perro que se comporte de manera seria, cansado de su festival de muecas. En ese mismo instante, Roba dibuja a su animal de forma completamente realista, lo que le lleva a perder de forma instantánea su encanto. De esta forma genial se defendía el dibujante de los apóstoles del arte serio. Con los años cedería en parte, introduciendo elementos de actualidad en el idealizado mundo que retrata, como ese simpático guiño a los peinados de los Beatles o bromas sin mala intención acerca de estrellas pop del momento como Antoine.

Al lector que no esté familiarizado con la obra le puede resultar algo extraño que el nombre de Bill aparezca incluso antes que el de su dueño en el título. En las historietas comprendidas en el periodo recopilado aquí, el protagonismo recae en el can –con frecuencia la cámara se sitúa a su altura-, y los gags de humor suelen surgir del choque de expectativas entre lo que se espera de un animal de compañía y su dislocado comportamiento. Bolita no se expresa como un ser humano, aunque en alguna ocasión rompa la cuarta pared, pero es perfectamente capaz de generar pensamientos lógicos. Roba esquiva la tentación de antropormofizarle en exceso. Le atribuye ragos de comportamiento propios de los cockers –es inteligente, leal hasta el extremo con la familia, pero muy cabezota-, aunque a veces le traiciona su naturaleza canina y pierda los papeles cada vez que escucha mencionar la palabra “gato”. El resto de personajes del vecindario en el que está ambientada la historia, con excepción del núcleo familiar, son meros instrumentos que contribuyen a preparar el terreno para el golpe de efecto final.

En esta recopilación también se incluyen algunas de las geniales colaboraciones entre Boba y el excéntrico redactor jefe de la revista Le Journal de Spirou, Yvan Delporte; páginas de prosa florida que saben extraer oro de las dinámicas interfamiliares y que suponen  un magnífico complemento textual a las historietas. En una de ellas, se nos narra cómo resultan las vacaciones en las playa vistas desde el punto de vista de un perro. En otra, se nos cuenta un descacharrante intercambio epistolar entre Bolita y sus padres, pero también de estos con los comerciantes que se han visto afectados por las pillerías del pequeño. Como sucede con el resto del material incluido en el volumen, estas pequeñas píldoras siguen siendo el mejor antídoto para arreglar los días más grises.