Berlín, de Jason Lutes, el cómic sobre la llegada de la Guerra más de actualidad que nunca

Firma invitada: Javier López Menacho

La guerra de Ucrania y Rusia, el desmoronamiento de un país donde hace poco se vivía una vida auténticamente europea, y la evidencia de que la violencia siempre acecha a la vuelta de la esquina, ha provocado incredulidad entre propios y extraños, ¿cómo puede estar sucediendo? ¿No habían sido los horrores del siglo XX un gran escarmiento para la humanidad? ¿Cómo una sociedad puede aceptar con cierta normalidad la inmoralidad de comenzar una guerra donde mueren miles de seres humanos? ¿Cómo fue que llegamos hasta aquí?

Del escenario de lo imposible a lo tenebrosamente cierto solo ha habido un paso, pero todos los elementos que lo han posibilitado, el caldo del cultivo del horror, se va cociendo a fuego y tiene algunos patrones inevitables. Quizás en la fotografía previa estén las respuestas, y quizás, por eso, tenga sentido rescatar una obra como Berlín, la célebre trilogía de Jason Lutes, después de haber tenido un hype gafapasta hace más de quince años y que haya concluido hace cuatro.

Porque en esta ficción histórica, Berlín no solo nos explica cómo se fue allanando el terreno de la barbarie y cómo cae con estrépito la República de Weimar, nos muestra a cámara lenta cómo se va inyectando el descontento en vena en la sociedad, se degrada el espacio compartido, la crispación domina las calles, cómo la desesperación genera monstruos, y cómo, ante el caos, las figuras más mezquinas consiguen entronizarse.

Berlín nos alerta, en definitiva, de qué nos puede conducir al horror, justo en un momento donde el horror está presente, cada día, en nuestra realidad.

El artífice

Cuando Jason Lutes, profesor e historietista estadounidense, desembarcó en la escena comiquera allá por 1995, los amantes del cómic europeo creyeron ver un digno sucesor de la escuela Hergé y esa ligne claire propia de la historieta franco belga. Durante un par de décadas, la popularización de la novela gráfica trajo consigo el surgimiento de unos cuantos autores destinados a relevar a las grandes figuras del cómic europeo. Craig Thompson, Frederik Peeters, Guy Delisle, Lewis Trondheim… formaron un conglomerado de artistas que situaban al cómic europeo en una nueva dimensión, aunando modernidad y tradición. Uno de los primeros trabajos en llegar fue Jason Lutes, que podía haberse conformado con seguir la senda de una primera obra notable, Juego de manos, un relato de vidas cruzadas de carácter existencialista con el azar como motor. Su talento le daba para conservar una posición de privilegio. Lutes dividía sus páginas en unidades narrativas propias y era capaz de transmitir emociones complejas con un trazo sencillo y una expresividad latente en todas sus creaciones. El autor norteamericano era una estrella en ciernes del cómic europeo.

Eligió, sin embargo, el camino más largo, pero su obra permanecerá en el recuerdo.

Una década antes de crear y editar Juego de manos, en Missoula (EEUU), Lutes había visionado en clase de historia un documental sobre el Holocausto y quedó conmocionado. Desde entonces, quiso explicarse cómo pudo suceder aquel episodio infame de la humanidad. Cuando se vio con la capacidad técnica para hacerlo, se embarcó en un proceso creativo e investigativo que le llevó años completar. No para pregonar las condiciones que impulsaron el nazismo, sino para explicárselo a sí mismo. El cómic le permitía abordar una pregunta irresoluble. Veintidós años abordó su afrenta, para ser exactos.

Y aún sigue, entre las hojas de Berlín, sigue resonando la misma pregunta. ¿Por qué?

Jason Lutes en 2011 en su espacio de trabajo, entintando una página de Berlín. FUENTE: Facebook del autor.

¿Qué vemos en Berlín que nos produce escalofríos?

Viajemos a esa Berlín.

A la ciudad llegamos en tren de la mano de Marthe Müller, una joven estudiante de arte que escapa, a la vez, de un destino marcado y un recuerdo infame. Desemboca en una Berlín frenética, inmersa en una resaca eterna a cuenta de las deudas contraídas tras perder la guerra y con una economía hecha añicos, pero también una promesa para ovejas descarriadas que buscan que el azar les regale un destino. La ciudad vive una eclosión artística e identitaria, con una vida nocturna sin igual. Comprendemos sus dinámicas gracias al fascinante trabajo de recreación de Jason Lutes, respetando la arquitectura de la época y trasladando al papel las diferentes maneras de vivir.

De alguna manera, pese a la llegada luminosa entre la bandada de pájaros y los cables de las vías del tren, el spoiler de la Historia (con H mayúscula) nos indica que lo de Marthe será un relato circular en el que seremos testigos de un fracaso colectivo. Pero si sentimos escalofríos al leer Berlín no es por su desesperanzador y poético broche final, sino porque en una relectura su decadencia nos revela situaciones sospechosamente parecidas a la realidad que vivimos y nos hacen fruncir el ceño.

La realidad actual y la Berlín de entonces presentan evidentes nexos de unión. Lutes nos recrea una ciudad depresiva económicamente hablando, con un paro atroz y tremendamente bipolarizada. Los movimientos reaccionarios patrióticos cada vez aglutinan una mayor población, al tiempo que el comunismo copia sus modelos de organización tradicionales para captar camaradas. Entre medio, una sociedad confundida y presa de la incertidumbre. En esta mezcolanza berlinesa, conviven la Berlín cultural, hedonista y cabaretera, una Berlín fabril sedienta de derechos y explotada hasta las trancas, y una intelectualidad borracha de sí misma. 

Una muestra del fantástico trabajo de Lutes para recrear la Berlín de 1920.

Y es que en la Berlín de la década de 1920 a 1930 la clase obrera va con la lengua fuera, malviviendo como puede, encadenando trabajos y sacrificios familiares. Una ciudad donde se madura pronto y se envejece en un pispás. Las empresas del sector industrial se escudan en la difícil coyuntura económica del país para seguir explotando a la clase trabajadora y el gobierno alude a una Europa inmisericorde que estrangula a la economía para sentirse legitimado en el ejercicio de la violencia.

El enemigo exterior internacional y el recelo -cuando no odio- hacia la clase migrante recuerda al euroescepticismo de la ultraderecha y la apelación patriótica como técnica de captación de fieles. Y hoy, en un mundo repleto de incertidumbres, con la resaca de la crisis económica de la pasada década, y las nuevas fórmulas de precarización, marcada por la subordinación tecnológica, la ciudadanía se ve invadida y seducida por esos discursos que ofrecen soluciones de trazo grueso a problemas de altísima complejidad.

Igual que las proclamas de la población se perdían en esa neblina berlinesa que parecía ocultar un futuro negro, la mayoría de riders y precarios tecnológicos no tienen ni idea de quienes realmente les aprieta el gaznate. 

Una intelectualidad derrotada.

La figura del editor Carl von Ossietzky, que dirigiera el periódico izquierdista Die Weltbühne, duele de solo verla. Es uno de los personajes reales de la novela. Pacifista declarado y contrario al rearme que estaba produciéndose en Alemania, murió de tuberculosis en la cárcel, encarcelado por traición y después de recibir el premio nobel de la paz, hecho que enojó a sobremanera a Hitler. 

En una escena de gran valor simbólico, el editor convoca al consejo del semanario alemán, que debate sobre el estado del país y su plan de intervención intelectual y cultural para reconducirlo. La mesa está plagada de buenas intenciones. Pero también, en la mesa, sobrevuela la incapacidad de ser útiles y darles la vuelta a los problemas del país, la sensación de que sus problemas son inabarcables y sus propuestas estériles. Fuera, les separa un abismo de la clase trabajadoras, que se organiza como pueden o como les dejan, con una retahíla de reivindicaciones pendientes de ser atendidas.

La intelectualidad tuvo poca fuerza para detener el auge del fascismo.

En su particular descenso al infierno Kurt Severing, el periodista idealista que presenta la novela, se decía a sí mismo algunas páginas atrás: quiero creer desesperadamente que la cosas pueden ser de otra manera. Al final de esta reunión, ya es un hombre desesperado.

Cuando se da cuenta de su intrascendencia intelectual y de su propia vanidad, Kurt baja del atril y visita la sede del partido comunista alemán para afiliarse, pero ya es demasiado tarde. En un paseo por sus instalaciones ve a un grupo de niños y niñas entrenándose en lo que llaman autodefensa, pegándole a unos muñecos de trapo. Esa infancia perdida en el fango del odio. Entonces, es cuando comprende que es un hombre derrotado.

Esa derrota intelectual se asemeja a una realidad actual donde se señala la ingenuidad de lo común en un escenario económico dominado por lo individual.

El mecenazgo del horror.

Cuando Kurt descubre que su amiga de la alta sociedad, Margarethe, alimenta económicamente al régimen nazi, ya no duda de que no hay vuelta atrás. Desde la confesión, el resto de bocadillos los deja el autor en blanco, mostrando su pura insignificancia en una escena brillante. Es el silencio y el dolor el que habla. Cuando llega el punto en que, por preservar tus privilegios, eres capaz de todo, ya no hay reversibilidad.

La traición de muchos compatriotas, clave para el avance del terror.

La sociedad de hoy está llena de cómplices del horror. No hay que escarbar mucho para conocer los cientos de miles de euros del erario público que subvencionan discurso de odio y el ejercicio de la violencia en las redes sociales. Solo hay que seguir la pista del dinero. Los grandes partidos de la ultraderecha europea tienen enormes mecenas detrás de su escalada social. Al igual que Margarethe, habitan una realidad pomposa, un escenario continuo donde prefieres a los espectadores viviendo sus miserables vidas, lejos de la exquisitez del escenario. Los Margarethes de hoy reparten micrófonos y subvencionan medios, pero su objetivo es el mismo: conservar sus privilegios.  

La omnipresencia de la violencia.

No son pocas las ocasiones que, en Berlín, a los personajes de esta historia y a sus vidas les interrumpe la violencia. La violencia campa a sus anchas en la ciudad, conquista cada estrato, y se manifiesta de manera explícita o sutil. Desde el asesinato de 25 manifestantes (el conocido como blutmai, mayo sangriento), hasta el reproche en vía pública a una mujer por tener una pareja de raza negra, desde la amenaza de un niño nazi a su hermana con un cuchillo, hasta el abuso policial a una persona por el hecho de ser y sentirse diferente. La violencia de quienes ejercen del poder y la violencia en forma de resistencia, de quienes sufren la agonía de la pobreza.

Escena que recrea el Blutmai, donde la policía asesinó a 21 personas.

Cuando la violencia se convierte en un elemento omnipresente que marca la forma de relacionarse, se produce una fractura social. Para generarla, jugaron un papel fundamental gobiernos y oligarcas, que se hacían trampas al solitario descargándose de responsabilidades, cuando su presión económica sobre la población fue determinante para prender la llama del odio.

Y es que es habitual que los impulsores de la violencia sean invisibles. En la Berlín de Jason Lutes, a Hitler no le hace falta aparecer mucho para planear siempre entre sus páginas. Ya cuenta con otros que ejerzan la violencia por él.

La violencia integrada en lo cotidiano.

La renuncia a un futuro mejor

Incluso más dolorosa que la derrota de la barbarie sobre el conocimiento, se sitúa la renuncia popular. De todas las que presenciamos, la más representativa es la de Marthe, que se deja vencer aceptando un futuro que no quiere vivir. Esa vuelta en tren a Colonia, que realiza imaginando un regreso redentor, nos muestra una derrota agria, en silencio y fuera de épica. Lo dice la novela: Ya solo queda, como dice la novela: huir, rendirse o morir.  De entre todo el elenco, es una niña, Silvia, quién más fortaleza exhibe: No tengo elección. Yo me quedo aquí a luchar.  

En la actualidad son menos las Silvias, en nuestra década vivir supone, en gran medida, renunciar. Un gran segmento de la población cree que hay ideas utópicas y ven en los demás bienpensantes que se cayeron en la termita de las utopías. Es habitual conversar con quienes ven irreversible el cambio climático, imposible de combatir el poder de las multinacionales-estado o asumen el mercado laboral como una batalla cruenta donde el más fuerte sobrevive, en una especie de darwinismo laboral. En el fondo, lo que se les escurre de las manos, y de las conciencias, es el propósito de crear un mundo mejor.

Marthe sueña hasta el último momento con su libertad.

El honor nacional y sus tentáculos irracionales

El refugio de la frustración en las banderas y el honor nacional como justificación ante cualquier acto violento aparece en Berlín de manera implícita y explícita. Muchos de los grandes dramas de la humanidad se envolvieron en el nombre de la patria, engullendo al raciocinio y el tratamiento de los problemas colectivos para buscarles soluciones colectivas. Es la forma más rápida de generar adeptos.

La historia nos revela que los ingredientes que hemos enumerado suelen invocar la presencia de las figuras más destructoras. Cuando los lazos internacionales se roen, las crisis agudizan las batallas económicas y la población sufre la precariedad y el paro, el mal aparece como si lo hubieran convocado mefistofélicamente.

Hitler paseando por Berlín en 1930.

Los déspotas de nuestra historia suelen aprovechar la debilidad social para dar rienda suelta a su egolatría. Cuantos más conflictos hay, cuanta más polarización, cuanto más difícil es encontrar soluciones, mejor se sienten. Cuanto más miedo, mejor. Y es entonces cuando más fuertes tienen que responder las democracias, con la paz como activismo y el respeto al diferente. A los Putin y Trump de nuestros días, les aterra la bondad.

Jason Lutes se embarcó en un proyecto de veintidós años para explicar(se) cómo surgió la mayor barbarie de la historia de la humanidad, un trabajo en el que podría girar eternamente en espiral porque la barbarie humana es inenarrable, pero al que supo poner punto y final. Quizás no esperaba que su ejercicio artístico y vital acabara teniendo un uso pedagógico en nuestros días, y que, con los años, se alzara como lectura de referencia para advertir de qué circunstancias terminan por entregar las sociedades al odio y el liderazgo de los tiranos.