La decimotercera planta, o cómo la domótica aterrorizó durante los años ochenta

La Torre Maxwell es un lugar único. Un edificio de viviendas municipales en el que se ha invertido muchísimo presupuesto para que esté dotado de las más modernas instalaciones, incluidos los más punteros avances en domótica. Así, una inteligencia artificial llamada Max cuida del bienestar de todos los inquilinos de forma benévola y dedicada. Quizás incluso demasiado dedicada. Porque Max ha desarrollado más personalidad y autonomía de la que sus diseñadores podrían haber soñado, y tiene a su disposición una planta del edificio desconocida, en teoría inexistente, para atormentar allí a aquellos que pongan en peligro la felicidad de los habitantes del lugar que él protege.

La Decimotercera Planta fue un serial publicado en Scream!, una revista británica de cómics de terror en blanco y negro que debutó de mano de la editorial IPC el 24 de marzo de 1984.  Allí la obra en cuestión se daba cita semanalmente y desde la primera entrega con otros productos tan interesantes como El Monstruo que inició Alan Moore (y continuaron Alan Grant y John Wagner) o el The Dracula File de Gerry Finley-Day y Eric Bradbury. Scream! estaba dirigido a niños de unos diez-doce años y por tanto sus contenidos venían regulados por la censura británica, cosa que puede sorprender, dado su a pesar de ello terrorífico y truculento tono. Y claro, en aquellos años en los que en el territorio de la pérfida Albión estaba en marcha la campaña iniciada por Mary Whitehouse contra los llamados video nasties originada por la distribución para el mercado doméstico de la película Holocausto Caníbal, un magazine de esas características resultó arriesgado. Así que, tras quince números y para evitar problemas, la editorial acabó fusionándolo con otra cabecera suya de aventuras, la mítica Eagle, donde, algo más camuflados, siguieron publicándose los seriales más exitosos de Scream!: El Monstruo y esta Decimotercera Planta

Sus historias, de unas cuatro páginas en cada entrega semanal, seguían un patrón cíclico bastante determinado: En una se presentaba una amenaza para el bienestar de uno o varios habitantes del edificio; desde cobradores de deudas sin escrúpulos a violentos skinheads. En la siguiente, el ordenador Max engañaba a los perpetradores del malestar de sus protegidos para que se montasen en un ascensor que les llevase a un piso de número inexistente en los planos del edificio por superstición, donde mediante proyecciones holográficas les hacía experimentar pesadillescas visiones que creían reales. Así, o bien les enseñaba una macabra lección y abandonaban despavoridos el edificio, o literalmente morían de miedo por un infarto. Esa estructura narrativa podría haberse vuelto rápidamente tediosa por repetitiva, pero muy pronto se establecieron también subtramas sobre varias personas sospechando que algo extraño estaba sucediendo con Max en esa torre. Estas investigaciones añadieron un adictivo plus, un continuará constante en el que lector se encontraba casi sin darse cuenta dividido y sin poder elegir bando claramente: por un lado, estaba claro que las maquinaciones de Max respondían a un mal funcionamiento que había derivado en psicopatía robótica y en actos cada vez más atroces y cuestionables; pero por otro, era difícil no simpatizar morbosamente con ese protagonista-antagonista-narrador y no querer que se saliese con la suya.

Estas virtudes del serial  son debidas a dos escritores ya mencionados y archiconocidos, Alan Grant y John Wagner, que firmaban aquí como uno solo con el pseudónimo de Ian Holland. La habilidad de este tándem de guionistas para jugar con una premisa de tan corto recorrido y dotarla de interés creciente resulta realmente reseñable, aunque es cierto que en un punto se añaden elementos que parecen traicionar la propuesta inicial de thriller cotidiano mezclado con ciencia ficción al producirse hechos que caen más bien en el lado de lo abiertamente sobrenatural. 

Sin embargo, la verdadera estrella de la función es el dibujante español José Ortíz, uno de los nombres rotundamente básicos del noveno arte patrio, y del que quizá sus obras más recordadas sean el postapocalíptico Hombre que serializó en la revista Cimoc, y la ciencia ficción sarcástica de Burton&Cyb, ambas con Antonio Segura. Pero no olvidemos que, como sus Las Mil caras de Jack el Destripador y su trabajo en los magazines de la editorial Warren atestiguaron, su línea minuciosa, su manejo de los bloques de negro y en definitiva su soberbio dibujo le convertían en un auténtico maestro del género terrorífico. Aquí, la premisa, esa especie de Sala de Peligro de los X-Men en la que los ingenios holográficos Shi’ar estuvieran al servicio de una mente perturbada para crear realidades virtuales escalofriantes, brinda al artista la ocasión de plasmar escenarios macabros sin más límite que su imaginación, y así dejar ver su inmenso talento. Tampoco nos engañemos: no es su este mejor trabajo, sobre todo comparado con las otras obras mencionadas, pero su genio era de tal magnitud que a pesar de ello los resultados aquí siguen siendo superlativos

La edición en tapa dura con la que Dolmen ha brindado La Decimotercera Planta al lector castellanoparlante, de excelente factura, tiene además el formato adecuado para reproducir esos materiales procedentes de magazines británicos y disfrutar del apartado gráfico de Ortíz como se merece, sin reproducciones abigarradas para que encajen en dimensiones para los que no fueron pensados.

La Decimotercera Planta surgió como un encargo de capitalizar el éxito del maridaje entre ciencia ficción y terror del Alien de Ridley Scott, confesaba el editor de Scream! Ian Rimmer. Lo cierto es que la única influencia que podría emparentarla en alguna medida con ese filme es la de la computadora llamada Madre; pero, claro, como referente para Max queda eclipsada automáticamente por ese arquetipo al que el ordenador del Nostromo tanto debe, el HAL del 2001, una odisea en el espacio de Stanley Kubrick. Por aquella época se empezaba a hablar de la domótica como algo que estaría implantado en el futuro en las viviendas, despertando algunos miedos y reticencias. Las inquietantes (aunque de carácter mucho más mundano) vivencias personales de Alan Grant pasando una temporada en un edificio junto a su novia también aportaron su granito de arena a las inspiraciones esta obra, según cuenta el propio autor. Y no olvidemos que el mismo equipo creativo completo compuesto por Grant, Wagner y Ortíz, venía de colaborar el año anterior en otro cómic serializado en Eagle llamado The House of Daemon, con también mundos pesadillescos que se materializaban en las estancias de una construcción habitada, una mansión en ese caso. 

Todos los elementos de ese crisol dieron lugar a un cómic extremadamente recomendable, que, eso sí, avisamos, acaba en un poderoso cliffhanger. Su continuación, originalmente ya en las páginas de Eagle, viró a un tono más aventurero y de espionaje (aunque también de interés) para encajar mejor con el de esa revista. Esperemos que no se demore demasiado la publicación del segundo volumen para poder gozar pronto de la obra completa.