El Evangelio del Coyote, códigos indescifrables y marionetas del mejor Grant Morrison

A menudo, danzo alrededor de los textos como un lector-chamán en torno a una hoguera, con la intuición de que, si observo la forma cambiante de las llamas durante el tiempo suficiente, si me intoxico con su humo, podrá alcanzarme lo que esa obra tenga de incomunicable. Se trata de privilegiar la experiencia del hecho literario antes que traducirlo a las pequeñas cápsulas de sentido a través de las que entendemos los libros, los cómics… Algo que, por supuesto, siempre terminamos haciendo. Y aunque no hace tanto desde que filósofos como Jacques Derrida o Michel Foucault me ayudaron precisamente a comprender por qué prefiero esa forma de leer, fue un tebeo de Grant Morrison el que me permitió, mucho antes, tomar consciencia de esa manera de relacionarse con el discurso. Se trataba de una historieta sobre un superhéroe en tránsito hacia el vegetarianismo, un pobre animal condenado por Dios a padecer un ciclo de constantes muertes y resurrecciones, y un camionero cristiano empeñado en darle caza.

Recuerdo que me tropecé con “El evangelio del Coyote” (Animal Man #5, USA, 1988) cuando apenas debía de llevar un par de años leyendo cómics de superhéroes. En una página web de fanfictions llamada Action Tales, un usuario publicaba narraciones protagonizadas por un tal Animal Man. El personaje no me sonaba lo más mínimo –no aparecía las series de dibujos animados que yo había visto, ni en las grapas de Los Cuatro Fantásticos y La Patrulla X, que eran las únicas que tenía en casa–, pero que se me hacía muy atractivo tal como lo dibujaba Sergio Calvet en las portadas que acompañaban a los pastiches. He de admitir que ni siquiera recuerdo qué sucedía en aquellas páginas, pero sí que fueron motivo suficiente como para que uno de aquellos sábados por la tarde de ir a Barcelona con los amigos a comprar tebeos, gastase mi paga en un puñado de grapas viejas de Zinco que encontré en los cajones que había al fondo del local de Universal Cómics en la Ronda de Sant Antoni. Lo que me esperaba en el sexto cuadernillo de la edición española –que contenía la quinta entrega americana, porque la editorial, por algún motivo, publicó el numero #6 antes que el #5– fue el prodigio.

En las páginas de “El evangelio del Coyote” recibí mi iniciación como lector: comprendí que era mucho más estimulante enfrentarse a narraciones que te dejasen perplejo. Es la primera vez que me recuerdo disfrutando de una historia de la que no había entendido casi nada. Aquellas páginas en las que Chas Truog narraba bastante peor que los dibujantes de superhéroes a los que yo estaba acostumbrado me permitieron experimentar esa maravillosa sensación de ignorancia que nos azuza en pos del conocimiento, la intuición de que en el cómic se ocultaba algo que me interesaba pero que no podía alcanzar todavía, que deseaba saber aunque no siquiera tuviese idea de qué podía tratarse. Así que durante más de una década he leído esa entrega de Animal Man una y otra vez, en unas ocasiones como el lector-chamán derridiano, en otras como un atento hermeneuta de la escuela de Gadamer, y también con la mirada del descifrador bollackiano, para tratar de comprender –en cada momento de una forma distinta, sin arruinarme la experiencia cerrando un significado inamovible– uno de los tebeos que comenzaron a cimentar la fama de Grant Morrison como autor incomprensible.

El propio autor escocés explicó años más tarde que “estaba convencido de que lo que estaba escribiendo era un guirigay absolutamente ilegible y que remacharía el último clavo en el ataúd de mi incipiente carrera como escritor de cómics de superhéroes”. Sin embargo, no estoy muy seguro de que Morrison considerase que Animal Man #5 fuese un galimatías insufrible. Más allá de que con los años hayamos aprendido que al guionista le encanta alimentar su reputación de difícil e irreverente, “El Evangelio del Coyote” no se habría convertido en una obra maestra del noveno arte si realmente fuese un caos absurdo y sin posibilidad de ser comprendido. Al contrario, la historieta resulta abrumadora porque conecta con algunos de los grandes temas filosóficos y dialoga con ellos, les toma prestados símbolos y motivos, los reescribe, los filtra… Y pone en manos del lector veintiocho páginas en los que asuntos como la búsqueda del sentido de la vida, la cuestión de Dios o la relación del creador con su arte quedan expuestos con mayor hondura que en muchos tratados filosóficos más pretenciosos. Probablemente, porque también Morrison escribió como el chamán que danza alrededor de la hoguera, invitándonos a participar del ritual, de la búsqueda, sin aspirar a moralizarnos o a que hiciésemos nuestra una respuesta dogmática.

Al contrario, Animal Man #5 parece buscar constantemente generar disrupciones cognitivas en el lector al proponerle pares (en apariencia) opuestos. Tenemos un cazador y una presa; la discusión entre Buddy Baker y su esposa a propósito de si es legítimo alimentarse de animales; una autoestopista y un camionero, que contraponen la fe del segundo a las creencias esotéricas de la primera, la cruz al tarot… Esta yuxtaposición de razones contrarias es una forma de invitar al lector a ponerse en guardia frente a la narración, de sugerirle que observe el espacio de significado que puede generarse de la colisión entre esos opuestos. ¿Cuál es la correcta? ¿Existe una mejor que la otra? ¿Son realmente antitéticas? Son preguntas que el tebeo susurra al oído del lector.

Si bien no puedo creer que Morrison pensase que su historieta era “absolutamente ilegible”, es evidente que asumió el riesgo de romper con ciertas convenciones muy asentadas en el género. “No tenía ganas de producir otra exploración realista de lo que significaba ser un justiciero urbano con problemas emocionales”, y tras cumplir con el encargo inicial de cuatro entregas, cuando los editores de DC le renovaron la asignación, decidió darle un vuelco a la serie. Para comenzar, Animal Man, superhéroe que da título a la cabecera, es en la quinta entrega un simple testigo de la desgracia del personaje que la protagoniza. A posteriori, pudimos ver cómo este número se convirtió en la tierra en la que el guionista había sembrado buena parte de los temas, argumentos e innovaciones que irían germinando hasta llegar la conclusión de su etapa en el número #26, con aquella otra célebre escena en la que Buddy Baker terminará encontrándose con “el villano marionetista que tira de las cuerdas y te hace bailar. Tu guionista”, Morrison introducido en su propia obra, Animal Man ficcionando que está en el plano de existencia del lector, el juego de espejos entre realidades. Tras lanzar el experimento en «El Evangelio del Coyote», que sacudió a los lectores a finales de los ochenta, el genio narrativo de Morrison se iría desatando, imbricando ideas y recursos narrativos poco explotados en el pijameo, construyendo una compleja trama que dificultaría leer cada entrega por separado. Sin embargo, justamente el lastimoso periplo del coyote Crafty funciona como relato autónomo, como si se tratase de un fragmento de las Escrituras del que las entregas que la siguieron serían el comentario exegético.

La invocación de lo bíblico es una constante. De hecho, Morrison enmarca la obra de manera que resulte difícil observarla sin atender a ese marco, que se establece ya desde la portada, en la que Brian Bolland dibuja a Buddy Baker en una pose que recuerda a la crucifixión. Tampoco la elección del término “evangelio” para titular la entrega puede ser casual. Procedente del griego εὐαγγέλιον, significa “buena nueva”, y el cristianismo lo adoptó para designar los textos en que los apóstoles narran la vida de Jesús, que constituye la “buena nueva” o anunciación de la redención del mundo a través de su sacrificio. Crafty es, en cierto sentido, un trasunto de Cristo, aunque no por completo, ya que la historia que firman Morrison y Truog no se limita a reformular el mensaje evangélico. 

Pero retomando el juego entre opuestos que plantea Morrison, la lastimosa bestia resucitada bien podría ser Lucifer. Una primera lectura de sus actos en el mundo de dibujos animados del que procede lo presenta como el cordero pascual. Pero también se le puede superponer el relato del ángel que se rebela contra su creador, y por ello es castigado a vagar en “el infierno, ahí abajo”, expresión con la que el Dios que escribe el escocés se refiere al mundo en que habita Buddy Baker, y del que el animal se obstinará en regresar para deponer “al Dios tirano” (una expresión de lo más luciferina). Al margen de lo que podamos interpretar, Crafty es percibido por el camionero cristiano como una representación del mal, y por eso busca darle muerte. Desde la óptica del personaje, la presencia del coyote está rodeada de ciertos elementos del imaginario cristiano que aluden a la venida del Anticristo tal como la describió William Butler Yeats en un poema que, como el cómic, se sitúa “en algún lugar en las arenas del desierto”. Al fanático (¿o es el más piadoso de los hombres?) el animal se le descubre como la “tosca bestia, cuya hora llega al final, / y cabizbaja camina hacia Belén para nacer”.

Todo lo que lo conforma invita a pensar que el tebeo comunica ideas relacionadas con lo espiritual. Morrison declaraba en esos años estar preocupado por la cuestión “de las almas. Me pregunto por el tema de la reencarnación. ¿De dónde vienen las almas? […] Estas cosas me mantienen en vela por la noche”. Espiritual, trascendente…, pero desde la oposición al dogma (“pienso que no creo en nada”), en tanto que su protagonista es observado como víctima y como verdugo, como redentor y como malvado, en función de la perspectiva. Así, resulta complicado mantener fuera de la ecuación los intereses iniciáticos de Grant Morrison, practicante de la magia del caos, lector de Austin Osman Spare, autor de ensayos como Pop magic! y Supergods… De ahí también que la mención del poema de Yeats, en tanto que iniciado rosacruz y miembro de la Ordo Templi Orientis, no resulte gratuita.

Ya sea desde una perspectiva antropológica o esotérica, en cualquier caso desapegada de la fe cristiana, el mito de la resurrección de Jesús puede ser considerado como una más de las reescrituras de un relato fundacional que los historiadores rastrean hasta, cuando menos, cinco mil años atrás. Una suerte de hipotética narración original cuyo esquema, con ciertas variaciones, se ha reproducido en gran cantidad de mitos. Eruditos como Joseph Campbell o Károly Kerényi han realizado aproximaciones muy interesantes a la posibilidad de un monomito que la humanidad nunca ha dejado de contarse porque conecta con su íntima y más intensa necesidad de afrontar el interrogante sobre la trascendencia. “La conmovedora leyenda del Cristo crucificado y revivido estaba ideada para añadir nueva calidez, inmediatez y humanidad a los viejos relatos sobre los adorados Tammuz, Adonis y Osiris”, escribió Campbell. En los círculos esotéricos como los que haya podido frecuentar el escocés tienden a fijarse en las cuestiones que plantean los evangelios cristianos a partir de figuras míticas anteriores como Osiris o Hiram Abif.

Tanto el dios egipcio como el patrón de los francmasones, el Mesías de los cristianos y Crafty coinciden en el milagro de la resurrección y en las cualidades benefactoras que resultan de su muerte para el colectivo. Su sacrificio es un acto de generosidad, un instante de iluminación última que deviene en su muerte y que posibilita su resurrección en una forma más elevada. Crafty participa de ese paralelismo, pero el coyote no llega a completar el ciclo del monomito tal como lo describe Campbell, sino que lo subvierte (nuevamente Morrison jugando con las expectativas, sirviéndose del código para luego romperlo), ya que el tebeo concluye con la muerte definitiva del animal. ¿O será, por fin, su retorno? Tampoco podemos saberlo.

Por acabar de complicar el asunto, si además de como a Jesucristo, tampoco sería descabellado leer a Crafty como Lucifer, Morrison nos estaría invitando a mirar también hacia una figura que plantea los atributos luciferinos en términos menos controversiales, como es la de Prometeo, que desafía a los dioses, asciende hasta ellos (aunque no en un ascensor como nuestro coyote), les roba el fuego para entregárselo a los humanos, y es castigado por ello. Así desliza un nuevo interrogante, esta vez sobre la consideración que nos pueda merecer el relato del ser que desafía a la autoridad divina. 

En esta danza alrededor del tebeo, cabe preguntarse también por qué Morrison escogió un coyote y no, qué sé yo, una zarigüeya o un panda rojo, para la representación de su expiador. Naturalmente, Crafty es un trasunto de ese Coyote que en los dibujos animados perseguía al Correcaminos sin poder atraparlo nunca, y padeciendo por el camino toda clase de percances que deberían de haberlo matado (y no). También el argumento parece tomar algo prestado de un cortometraje de los Looney Toones (El Pato Lucas: Esto es de locos, 1953) en el que el Pato Lucas sufre las inclemencias de un animador gamberro, que cambia su ropa, su voz, los escenarios… de forma caprichosa, mientras un cada vez más enajenado protagonista lucha porque vuelva a imperar el orden. Pero hablábamos de coyotes. Del Coyote por antonomasia para diversas generaciones de lectores, de hecho. Y se me ocurre que con este parentesco que establece para su protagonista, el escocés establece uno más de esos pares antitéticos que vertebran el contenido del tebeo, que en esta ocasión se da fuera de sus páginas. Me apostaría una zanahoria con Bugs Bunny a que el lector se recordará de niño celebrando que el simpático Correcaminos escapase de las trampas de su depredador, y riéndose de que la enésima caja defectuosa de explosivos A.C.M.E. le estallase en los morros. En cambio, Morrison y Truog nos conducen por su narración de manera que, la reacción más probable ante la violencia ejercida por Dios y por el hombre sobre la pobre bestia, sea de compasión. Y si desde esa última viñeta echamos la vista atrás, quizá no tengamos claro si seguimos siendo del #TeamCorrecaminos o los años nos han llevado a empatizar con ese Wile E. Coyote que fracasa una y otra vez, que persigue algo que necesita desesperadamente y que no consigue atrapar, pero que no se rinde.

Si el cánido morrisoniano procede del de Warner Bross, entonces podemos seguir remontando en esa genealogía, un poco más, al menos, hasta la explicación del escritor (también iniciado, en su caso en la masonería), Mark Twain, que describió al coyote como “una alegoría viva y palpitante de la necesidad”. De una necesidad humana, la de comprender y comunicar aquello que es incomunicable, en torno a la que el escritor mexicano Juan Villoro también narró a un coyote malherido, al que le faltaba una pierna, y que termina asesinado por su protagonista en un descarnado combate iniciático (La casa pierde, 1999). O como expresó el propio creador de Wile E. Coyote, el dibujo animado representaría el estado de “realidad” del ser que persigue una meta.

Esta tradición del coyote como animal que encarna los anhelos insatisfechos del ser que camina hacia alguna parte, que persigue algo, implosiona en el tebeo de Grant Morrison y Chas Truog. Y es que los lectores podríamos ser Crafty, peleados con Dios y títeres del creador, animales buscando el sentido del mundo. Pero también somos Buddy Baker, el lector al que el coyote le entrega su evangelio y que, tras leerlo, solo puede disculparse: “Lo siento. Yo… No puedo leerlo”. Una forma elegante de admitir que no ha entendido nada porque no conoce el idioma de la pobre criatura, el código que le permita descifrar y traducir, construir el sentido del su narración. Y, aún así, se siente conmovido por la muerte de esa criatura a la que no puede comprender.