Oleg, el juego del yo entre la realidad y la ficción

Con Oleg (Astiberri) Frederik Peeters retoma el género autobiográfico para confeccionar un relato en torno al inexorable paso del tiempo y al proceso creativo.

Estamos aquí pero a la vez ausentes. De cuerpo presentes, pero con la mente a años luz de distancia. Sumidos en reflexiones, perdidos en ese intrincado mundo interior del que no existen límites conocidos, ajenos a lo que hay a nuestro alrededor. En nuestra mente encontramos refugio pero también combustible que alimenta nuestras tribulaciones o los mecanismos para afrontar el día a día. Una ilustración así de evocadora, minimalista y en la que bien seguro muchos nos vemos representados, es la que utiliza el historietista suizo Frederik Peeters a modo de carta de presentación de Oleg (Astiberri, 2021). Parapetado tras un alter ego, Peeters comparte en su nuevo trabajo experiencias e inquietudes personales, momentos íntimos, anécdotas sobre la creación y el desarrollo de su labor profesional.

Creador versátil, Frederik Peeters comenzó en los 90 publicando ilustraciones para publicidad y prensa en Suiza. Fue a finales de esa década cuando se publican sus primeros cómics. El éxito y el reconocimiento le llegarían poco después con la aparición de Píldoras azules (Astiberri, 2004/2015), el relato autobiográfico de su relación de pareja con una mujer portadora del VIH. A ese título le seguirían otros -bien como responsable tanto del guion y del apartado gráfico o solo como dibujante- tan diferentes entre sí como los dos tomos de género policíaco R.G. (Astiberri 2007-2008) junto a Pierre Dragon, ese viaje iniciático con recubrimiento de ciencia ficción que es Lupus (Astiberri, 2011), los 4 tomos con aroma a ciencia ficción clásica de la aclamada Aama (Astiberri, 2012-2014) o esa revisión del género del western que es El olor de los muchachos voraces (Astiberri, 2016) junto a Loo Hui Phang.

Porque ese personaje que aparece allí tumbado en la cubierta de Oleg, mirando al infinito, distante de todo y todos, es el propio Peeters, por mucho que el autor nos quiera hacer creer que se trata de alguien llamado Oleg surgido de su imaginación. Esa línea autobiográfica en el movimiento de la novela gráfica que se abrió paso con mucha fuerza en los 70 impulsada por el underground americano le sirve a Peeters como armazón sobre el que levantar su relato. Los trazos firmes, cargados de expresividad, los matices y volúmenes que aportan el pincel y los juegos de negros, las efectivas composiciones de página, los juegos y transiciones entre el plano real y el plano de la imaginación, el simbolismo o el delicado equilibrio entre comicidad y seriedad de las cuestiones planteadas, dotan de vida y cargan de verosimilitud al mundo de Oleg, que sospechosamente se asemeja al del autor y al nuestro. No obstante, por muy real que parezca, en el fondo los lectores notamos que lo sucedido de verdad quizá no sea exactamente de la forma en que se recoge en el cómic. Y es que las viñetas en blanco y negro que conforman la narración responden a una cuidadosa selección y montaje tanto de instantes vividos por el autor como imaginados para Oleg. Fresco y ágil, más que a criterios objetivos a la hora de presentar hechos, ese relato obedece a la intencionalidad narrativa de Peeters. Son el juego de tramas y reflexiones subyacentes, la extraordinaria capacidad para la narración y la forma en que los elementos que configuran el lenguaje del medio se ponen al servicio del argumento, los ingredientes que hacen de este slice of life un producto consistente y redondo.

El juego entre realidad y ficción se refuerza desde el propio título, que toma el nombre del protagonista del cómic, y en la identificación del propio Oleg con Peeters. Las piezas del Scrabble que aparecen en la ilustración de la cubierta posterior posibilitan la formación desde Oleg de L’ego -el ego- o lo que viene a ser ese yo, confesión velada de Peeters. Por otra parte, la triada autor, narrador y personaje acaban confluyendo en una única figura. Los rasgos del personaje no dejan de ser los del propio autor, se mencionan una serie de detalles a modo de guiños y ese narrador sabe demasiado bien lo que hay en la mente del personaje. Peeters utiliza la voz de un narrador omnisciente en tercera persona con la que acompaña el relato y con el que pretende poner distancia entre la disolución autor-personaje que el lector no puede evitar percibir.

La figura de Oleg como creador de cómics es uno de los motores que hacen avanzar la narración. En este sentido, el tebeo es un interesante reflejo de qué supone dedicarse a hacer tebeos. Las viñetas nos muestran la relación con los editores, esa labor solitaria de quien pasa horas y horas sentado a su mesa de trabajo, el peso de premios y nominaciones, cómo se sufren los bloqueos creativos pero también cómo discurre el proceso de creación de nuevos títulos (ideas fallidas o el germen de propuestas que llegarán a buen puerto) o de todo lo que tiene que ver la promoción de un cómic (asistencia a encuentros en institutos, sesiones de firmas o viajes al festival de Angoulême). En este sentido, es inevitable establecer paralelismos con La encrucijada (Astiberri, 2017) en el que Paco Roca y José Manuel Casañ proponían un interesante viaje a las entrañas del proceso creativo o con La soledad del dibujante (Sapristi, 2020), donde Adrian Tomine nos deleitaba con una serie de anécdotas personales relacionadas con lo que supone para un historietista pertenecer a la industria del noveno arte.

La cotidianidad evocada en esa historia en la que un historietista llamado Oleg intenta argumentos para su nueva obra mientras se suceden la rutina familiar y laboral en su entorno, así como algunos temas introducidos en la trama, suponen argumentos individuales y colectivos de inmediata empatía e identificación para con el lector. Y es que quién no ha pasado por alguna crisis existencial que afecta al ámbito personal o al laboral; no tiene algún familiar cercano aquejado de alguna enfermedad y siente pavor solo de pensar que puede perderlo; no ama incondicionalmente a su pareja y a sus hijos; no se ha sentido desplazado generacionalmente; no se ha quedado estupefacto ante la ausencia de tolerancia de algunos de sus congéneres; no se ha percatado de la adicción a las redes sociales, de la ruptura comunicativa y de la desconexión de la realidad que pueden llegar a imponer las nuevas tecnologías; no ha visto la necesidad de pregonar qué hay en su interior; no ha experimentado la soledad más absoluta cuanto más rodeado de personas se hallaba; no ha necesitado aislarse de todo y todos; no se ha sentido liberado en contacto con la naturaleza o durante algún viaje; no ha comprendido de golpe y porrazo el significado del término obsolescencia; no es esclavo del reloj; o no percibe el inexorable paso del tiempo. Esa realidad-ficción que nos presenta Peeters está repleta de matices que cohesionan ese aquí y ahora de Oleg y que propician reflexiones en cuanto a cuestiones muy diversas.

A sabiendas del placer que supone para cualquiera asomarse a ese cubículo más íntimo de los otros, un imprescindible del cómic en el siglo XXI y un excepcional narrador como es Frederik Peeters ofrece al lector una parte de sí mismo para satisfacer esa curiosidad innata e inherente del ser humano. A la par que el historietista suizo muestra la forma en que llegamos a sentirnos totalmente desconectados del colectivo, da argumentos para la reflexión y brinda a los lectores entretenimiento apelando a esa dualidad del yo, la del creador de cómics y la de personaje de la vida real. Oleg es otra de esas maravillas que nos regala Peeters.

 

Título: Oleg
Guion y dibujo: Frederik Peeters
Traducción: Lucía Bermúdez
Edición Nacional: Astiberri
Edición original: Atrabile
Formato: Cartoné de 184 páginas.
Precio: 18 €